viernes, 15 de enero de 2010

14 de enero 010, jueves.

Mis vecinos nuevos siguen en la esquina. Se despiertan tarde. Son jóvenes, me dan pena. Pero no me animo a hablarles, el otro día uno me pidió unas monedas “para comer”. Y su forma de dirigirse a mí no fue cortés.
Me fui a andar en bici. Y después al muelle, a bañarme. Até la bici a un ombú bastante joven que hay en el parque que está antes de bajar a las rocas. El agua sigue color té con leche, pero más  clara. Estaba limpia y fresca, me hubiera quedado más tiempo, pero Félix, el Señor de las Claraboyas había quedado en ir a casa, y también Atilio, un tapicero que todavía no le digo el Señor de los Sillones porque nunca hizo nada para mí. Por ahora, no se sabe si se merece el nombre. Atilio fue puntual, demasiado, llegó quince minutos antes de lo convenido, pero el Señor de las Claraboyas llegó como cuatro horas tarde. Él es así, impuntual. Siempre. Paro trabaja bien y es amable. Le presté mi escalera porque no había podido traer la suya. Es una escalera de aluminio, no demasiado fuerte. Me contó que conocía a un gordo que se había subido a una escalera de esas y que cuando estaba arriba (son como dos metros) la escalera se abrió, se despatarró, y el tipo se hizo pelota; estuvo como cinco meses sin poder caminar, por los golpes. Y también me contó que conoció a otro que estaba podando unos árboles y tuvo la desgracia de caerse de la escalera, y al caer una rama se le clavó en el pecho y le atravesó el corazón. Los cuentos me parecieron un poco macabros. Espero que a usted no le pase nada, le dije.


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